Un día, su papá le dio un lindo cuchillito de carey. Sofía, encantada con su cuchillo, lo
usaba para cortar su pan, sus manzanas, galletas, flores…
Una mañana cualquiera, Sofía estaba jugando con su cuchillito. Su niñera le había dado
pan, que Sofía cortó en trocitos; luego almendras, que ella cortó en láminas; luego lechuga,
y Sofía le pidió a la niñera aceite y vinagre para hacer una ensalada.
—No —le contestó la niñera. Puedo darle sal, pero nada de aceite ni de vinagre, pues
podría ensuciarse el vestido.
Sofía cogió la sal, se la echó a la salada. Le quedaba mucha sal.
—Ojalá tuviera otra cosa a la que echarle sal… —pensó. No quiero salar el pan, tendría
que ser carne… O tal vez pescado… ¡Ah, qué buena idea! ¡Voy a echarles sal a los
pececitos de mamá! Cortaré algunos en rodajas con mi cuchillo y les echaré sal a los
demás enteritos. ¡Qué divertido! ¡Haré un plato precioso!
Sofía no llegó a pensar en ningún momento que su mamá se iba a quedar sin los pececitos
que tanto le gustaban, ni que los pobrecitos sufrirían mucho al ser salados vivos o cortados
en rodajas. Sofía corrió hasta el salón donde estaban los pececitos, se acercó al cubito, los
cogió todos, los puso en un plato de su jueguecito, volvió a su mesita, escogió algunos de
los desgraciados pececitos y los colocó sobre una bandeja. Los pececitos, que no se
sentían cómodos fuera del agua, se revolvían y no dejaban de saltar. Para que se estuvieran
quietos, Sofía les echó sal sobre la espalda, la cabeza y la cola. Lo consiguió: no volvieron
a moverse nunca más. Los pobres estaban muertos. Después de haber llenado la bandeja,
siguió cogiendo más para cortarlos en rodajas. Con el primer golpe del cuchillo, los
desgraciados pececitos se retorcían con desesperación, pero no duraba mucho. Poco
después, ya no se movían: habían muerto. Después de ponerse con el segundo pescadito,
Sofía se dio cuenta de que, al cortarlos en trocitos, también los mataba. Miró a los
pescaditos salados con inquietud. Al ver que ya no se movían, los examinó con atención
y se dio cuenta de que estaban todos muertos. Sofía se puso roja como un tomate.
—¿Qué dirá mamá? —pensó—. ¿Qué será de mí, pobre desgraciada? ¿Cómo podré
ocultárselo?
Se paró a pensar y, de pronto, su rostro se iluminó. Tenía una solución increíble para que
su mamá no se diera cuenta de nada.